(Jn 16:23-28)
En las religiones antiguas, la oración es la actuación del creyente, un acto debido por la criatura a la majestad divina.
Pero también miembro de una asamblea, en la Fe el hijo de Dios tiene pleno acceso al Padre de forma personal, como Jesús.
Y el Diálogo que surge tiene el carácter de la espontaneidad. El lenguaje: irrepetible para cada uno [como en una historia de amor].
Cristo en nosotros es el auténtico protagonista de la oración "en su Nombre". Pero no ocupa el lugar de los fieles, ni los asume, como haría un intermediario o un intercesor externo.
El Señor nos une a Él, en carne y hueso.
El contacto con el Padre se produce 'en Jesús de Nazaret': en el portador de sus propios deseos, palabras, acciones, decepciones, alegrías, incluso la denuncia de falsas creencias.
Estamos conectados a su Persona misma, no a otro acontecimiento histórico más centelleante o tranquilo, armonioso y sosegado: en el Espíritu de encarnación, totalmente.
Entonces el Padre respeta nuestra identidad-carácter en Cristo. Él capta sus rasgos y los incorpora, para sugerirnos el Camino de la realización especial.
En la riqueza del Misterio, los acontecimientos del Hijo y de los hijos se entrelazan. Su Nombre se funde con nuestro 'nombre'.
En resumen, Su historia de persecución y burla es toda nuestra. Lo reconoce, ya a primera vista.
Por eso, en las oraciones, el Resucitado no actúa como "mediador".
Él es el surco interior, la huella íntima, el camino que es completamente nuestro, que no hay que perder de vista y al que hay que escuchar atentamente, tanto para tamizar la opción global de la vida como para ajustarse de vez en cuando.
Somos oyentes de la Palabra, de los signos de los tiempos, de los acontecimientos personales, de los encuentros, de la experiencia, del corazón o del consejo, del carácter y de las inclinaciones: de nuestra Semilla creatural.
Igual que Jesús con el Padre: permanecemos con Él en nuestro interior, y (unidos a Él) en Su diálogo místico y perenne con el sentido de los acontecimientos.
En ellas se revela el Padre, el verdadero Sujeto. Y el Eterno brilla en los acontecimientos que nos trae en su sabia Providencia.
Así pues, el orante es el que está a la escucha, del mismo modo que Jesús se relacionó con el Padre, para comprender sus propios asuntos.
Para encontrarnos con nosotros mismos, con nuestros hermanos, con el mundo, y captar el sentido de los acontecimientos y de nuestra misión, permanecemos en el Nombre de Jesús.
La historia del hijo del carpintero nos concierne: por eso exigimos aún más entrar en la aventura y en la onda vital de la Fe.
De este modo, el éxodo en el Espíritu de nuestros estratos más profundos no es lo mismo que una vida espiritual devota y ordinaria.
Así, la oración que pertenece a nuestro Llamamiento no tiene nada que ver con actitudes mediocres, subordinadas -no correlativas principalmente a un hecho histórico: la vida del Maestro.
En el alma de Sus íntimos, Él mismo escucha, interpreta, asimila. Y Él se vuelve "con nosotros" hacia el Padre.
Esa amistad y sintonía [a veces cruda] nos permite asimilar su Persona auténtica; no artificiosa, no edulcorada, no de contrabando.
La oración en el Nombre de Cristo contiene Su poder radical, da sentido a las hostilidades y a las heridas.
En Él se convierten en terreno de participación y correspondencia profunda.
Aquí mora el Señor y continúa Su acción creadora.
La oración en el Nombre transforma nuestro polvo en asombro vivo y esplendor de relación concreta, de igual a igual.
[Sábado, 6ª semana de Pascua, 11 de mayo de 2024]